domingo, 22 de febrero de 2015

17 años atrás - El hombre y el mar

Jejeje, me acabo de acordar de este pequeño flashback.
30 de Marzo del 1998, del milenio pasado, cuando la vida era simple y los chicos jugaban por las calles... ¿? :P
Perdonen lo brusco y probablemente incoherente del final

El viejo y el mar

Había una vez en una tierra muy, pero muy lejana, tan lejana que incluso en el horizonte solo se distinguía la bruma de las costas vecinas, un hombre, un pequeño anciano de barba larga y blanca que no podía dormir.

Probó todo. Leche tibia, vino caliente, whisky bien frío, lo que fuera, pero todo era inútil. A pesar de los esfuerzos el hombre permanecía despierto las veinticuatro horas del día. Y no estoy hablando metafóricamente. El hombre permanecía consciente y con los ojos abiertos con luz y con sombra, con frio y con calor, como el servicio postal.

Desesperanzado, todas las noches cuando desistía de conciliar el sueño, salía a caminar por la costa, hasta que cierto día divisó en la lejanía una luz apenas imperceptible que emanaba del horizonte cerrado a los ojos del mortal.
La luz pareció penetrar en su mente y hablarle:
- Averigua quien soy yo.
A lo que él le respondió:
- Pero como, si nadie sabe que hay allí.
Y la voz dijo
- Tu misión es llegar... a donde nadie ha llegado antes.
Y el chabón flasheó. Permaneció ahí, frente a la luz, hasta que esta se extinguió, poco antes de que el brillo del amanecer ocupara su lugar. El anciano decidió que la voz tenia razón, y sin mediar descanso (para que mierda descansar si no puede dormir, ¿no?) comenzó a construir un bote.

En la aldea en la que el vivía los pescadores usaban botes muy precarios, muy pequeños, con los que solo se aventuran hasta poco más de la costa. Su aldea desconocía la construcción de embarcaciones de gran calado, por lo que el anciano, en su ingenuidad, creyó que lo apropiado era construir una nave exacta pero mucho más grande.

Trabajando día y noche logro construir su gran chalupa y se hizo a la mar en apenas siete días. La barcaza, sin la necesaria anchura como para soportar los vaivenes del océano, volcó apenas a pocos metros de la costa.

Pero el anciano, astuto, descubrió cual era el problema, y mejoro su barcaza, haciéndola mas ancha. La nueva barca, construida en apenas diez días, sobrevivió a la primera corriente, pero también volcó. Afortunadamente el viejo de mierda si sabía cómo construir salvavidas, sino nunca hubiera vuelto a la costa.

Y comenzó la construcción del tercer barco. Días y noches de ardua labor dieron por resultado al "Fuego del Horizonte", el cual se hizo a la mar el día veinticinco de Diciembre del año de nuestro señor de mil novecientos setenta y siete.
Largos días y más largas noches continuaron haciendo mella en el cuerpo del pobre anciano, que empezaba a transitar los fríos caminos de la muerte.

Moribundo, el anciano y el barco a la deriva llegaron por fin a tierra. Con sus últimas fuerzas el anciano bajo a la playa, solo para encontrar restos de una civilización que había sucumbido ante el poder del gran volcán a cuyo pie habían erigido su ciudad. El anciano no comprendió nada, hasta que un pequeño indígena se le acerco:
- Hombre viejo venir de lejos, ¿haber visto gran incendio de aldea?
- Yo he visto la luz, el resplandor de Dios que me dijo que viniera.
- Y por qué en lugar de esperar al resplandor no viniste antes, pedazo de boludo.
Fin

domingo, 1 de febrero de 2015

Sueño con Ginebra

No recuerdo como cuando o donde, pero en algún punto de mi vida empecé a amar a Ginebra.

Es decir, tuvo que haber ocurrido en algún momento, ¿no? No pude nacer amándola. Tampoco pude desearla antes de haberla visto por primera vez. ¿Cómo podría? Busco y nadie antes que ella pudo dejar grabada en mi memoria una sonrisa, una mirada de asombro, hasta sus enojos. ¡Esos enojos! Su voz se elevaba, sus mejillas enrojecían y su mirada me atravesaba. Esa brillante mirada que siempre estuvo llena de risa para mí, incluso en esos momentos.

Sé que nos conocimos hace ya once años. En realidad ella me conoció a mí un año antes. Mejor me explico. Cuando comencé mi primer trabajo, la empresa tenía un método curioso de “promoción”: el grado de responsabilidad de un puesto era directamente proporcional al piso en que se trabajaba. Cuando entré como pasante pasé el primer año en el subsuelo. El único momento en que veíamos la luz de día era en la hora del almuerzo, que se tomaba en el sexto piso. Este estaba acondicionado como comedor, dedicado exclusivamente a todos los pisos por debajo. Demás está decir que del séptimo piso hacía arriba comían en la terraza.

Como decía, siendo el almuerzo el único momento de luz natural, todos los días subíamos y nos quedábamos el mayor tiempo posible, charlando de cualquier cosa que se nos ocurriera. En muchas ocasiones contaba alguna que otra anécdota que tengo, siempre de manera teatral y con mucho alboroto. Esas anécdotas eran un pequeño divertimento propio y me gustaba adornarlas lo más que podía, siempre tratando de sonar convincente.

Al cabo de un año fui “promovido” al primer piso. Lentamente fui dejando de almorzar con el viejo grupo y reuniéndome con mis nuevos compañeros. Si bien algunos habían sido promovidos conmigo la mayoría eran nuevos para mí, por lo que de vez en cuando aprovechaba para repetir alguna anécdota.

En un par de ocasiones atrapé a Ginebra mirándome fijamente durante la narración, pero había algo extraño en su mirada. No parecía que estuviera enganchada con la historia, ni tampoco que la odiara. Era algo más, pero no lograba entender qué. Cuando pasó por tercera vez no pude contenerme más:

- Che – le dije en un momento que estuvimos a solas – cada vez que cuento una de mis anécdotas me miras con cara rara. ¿Te molestan?

- No, para nada. Pasa que ya escuché todas el año pasado, y me causa gracia como son cada vez más exageradas. También es muy gracioso como las contás, parecen historias de ficción casi.

- ¿Cómo que las escuchaste el año pasado?

- Si, obvio, el comedor no es tan grande, y cuando te metes se te escucha de todos lados.

No imagino la cara que puse, porque ella se largó a reír, a tal punto que sus mejillas enrojecieron y empezaron a caer lágrimas de sus ojos. Cada vez que parecía calmarse yo trataba de decir algo y enseguida empezaba de nuevo. Habremos estado así diez minutos hasta que finalmente pudo contenerse.

Como muchas veces pasa en la vida cambiamos de trabajo y hace más o menos unos tres años que no la he vuelto a ver. Hace poco me enteré que se iba a casar. Fue una de esas sorpresas de las que uno no debería sorprenderse. Es como encontrar a un amigo de la infancia y ver que tiene canas. «Estás igual.», «nos juntamos los chicos», «¡Tanto tiempo!», frases típicas que todos creemos que nunca vamos a usar.

Hace un par de semanas caminando por el microcentro me encontré con Gastón, un ex-compañero de esa empresa. Aprovechando que el día venía tranquilo le ofrecí sentarnos en un café a ponernos al día. Empezamos contándonos nuestras cosas y, como siempre pasa en estas situaciones, pasamos a intercambiar noticias y recuerdos de nuestros ex-compañeros. Como poco tiempo antes yo volví a trabajar con otro ex-compañero, me enteré que estaba comprometido y se lo comenté.

- No es él solo, – me respondió – todos se están casando. El año pasado Martín y Lucas. Fernanda ya lleva dos años, y Ginebra se casa en un par de meses.

Si hubiera sido una mano de truco me hubiera ido al mazo enseguida. De hecho Gastón estaba al tanto de mi interés romántico en Ginebra, y que nunca había tenido el coraje de invitarla a salir. Conociendo su forma de ser estoy seguro que pensó que lo mejor era decírmelo sin vueltas. En ese momento pensé que no se equivocaba, ya que después del golpe inicial y una pequeña charla sobre el tema todo siguió normalmente.

Pero desde entonces la idea está rondando mi cabeza varias veces al día. «¿Y cómo es él?», «¿En qué lugar se enamoró de ti?», «¿De donde es? ». Sin querer me había vuelto una parodia de José Luis Perales. Lo que nos lleva al sueño que tuve hace un rato.

Me despierto en lo que parece ser una cama de hotel. En un ángulo frente a mí veo un televisor, gigante, como de 50 pulgadas o más. Me siento y me doy cuenta que no es solo el televisor, todo parece ser más grande que de costumbre.

Una mujer está sentada en una silla frente a mí. Se acerca y me levanta en brazos. De entrada pienso que es Angelina Jolie (¡tantos niños adoptados!) pero casi enseguida se desvanece la idea. Aparentemente soy un niño, pero la forma en que me trata demuestra algo distinto. Charlamos mientras me va vistiendo, hablamos de política, de trabajo, como dos adultos hablarían normalmente durante el desayuno. Una vez vestido me baja de la cama y voy al baño. Un espejo de cuerpo entero me muestra a alguien parecido a mí, pero diferente. No entiendo que me lleva a esa conclusión, solo me siento diferente. Menos alto. Menos fuerte. Menos.

Voy a la cocina y comenzamos a desayunar, continuando la conversación hasta que la noticia de que Ginebra se casa surge. En ese momento recuerdo la persona que en realidad soy. Vuelvo a tener mi estatura natural, mi fuerza. Sin mediar palabra corro hacia la puerta de calle.

Al salir me encuentro en una villa cercana al mar, en una isla poblada. Corro hacia los muelles buscando quien quiera sacarme de la isla, pero nadie está dispuesto. Huyo, desesperado, hacia el centro de la isla, hacia los bosques, donde me pierdo. Mi ropa se enreda, se rompe hasta que quedo nuevamente desnudo, pequeño, débil. Caigo sentado a la sombra de un gran árbol y me pongo a llorar. Nadie puede o quiere escucharme por lo que hago más grande el berrinche. Insisto hasta que el aire se siente como fuego saliendo de mis pulmones, mi garganta se empieza a cerrar y ya no tengo lágrimas para llorar.

De repente me encuentro sentado en el medio de lo que parece ser un salón de recepciones. Una mujer, a la que reconozco como la madre de Ginebra, me levanta en brazos y me reta mientras me lleva en andas:

- ¿Cómo podés estar así, mal vestido? Tenés que estar presentable, es la boda de mi hija. Vamos a que te arregle un poco.

Me sienta y a mi lado está Ginebra. Su madre se olvida de mí y se arrodilla frente a ella para ajustarle parte del vestido. Me miro al espejo y veo que estoy vestido con un smoking para chico, con volados en donde van los botones. Me siento avergonzado, ridiculizado, envuelto en un disfraz sin sentido.

Ginebra me sube en sus rodillas y me pregunta por qué me pongo así. Sollozando le cuento todo lo que tuve que hacer para llegar. Ella me consuela, me abraza y me susurra al oído:

- Pero ya está todo bien, llegaste.

Esas palabras me transforman. Siento que crezco más allá de lo que soy, más firme, más fuerte. Con un tono de voz que nunca había me oído le respondo:

- Pero no llegué a tiempo.

Ella se aparta de mí, espantada. La miro a los ojos, me pierdo en ellos. Charlamos durante un rato. No estoy seguro de que me dice o como le contesto, hasta que en un momento escucho “Voy a cancelarlo.” Sale y yo quedo esperando en la silla donde antes estaba sentada.

No lo puedo creer. Tanto tiempo perdido, tantas ansias escondidas, tanto sinsentido y desilusión, y una pequeña charla resuelve todo. Me siento eufórico. Me veo en el espejo y no soy el niño que hacía berrinches ni la persona que salió corriendo de su casa. Por primera vez veo un hombre, firme, decidido. Y me gusta lo que veo.

Ginebra vuelve tomando de la mano a su novio. Nos presenta y acercándose a mi rostro me mira fijamente a los ojos:

- Ya está hecho. Está cancelado – y con un golpe mortal completa la frase – el narrador en la boda, ya que estoy segura que te gustaría hacerlo vos.


Y con ese clásico paso de comedia desperté, riendo de rabia…

viernes, 2 de enero de 2015

Desperté agitado

Había sido una pesadilla extraña, bizarra. Caía en un pozo sin fin, con la vista hacía el cielo, que se iba achicando a cada segundo. Poco pasó antes de que la boca del pozo quedara fuera del alcance de mi vista. Solo sabía que seguía cayendo gracias a la corriente de aire que pasaba a mi lado. Pronto esa sensación se desvaneció, o quizás me había acostumbrado a ella, y ya no sabía si caía o no. Finalmente lo supe: había quedado suspendido en el vacío por siempre.

Desperté agitado. Tanteando en la oscuridad encontré el interruptor de la luz. Click. Nada. Seguramente hubo otro corte, desde que empezó el verano hay cortes todos los días. Tanteando las paredes logré encontrar el camino a la cocina. Pensé que un buen vaso de leche me calmaría y volvería a dormir. Abrí rápido y saqué la leche para que no se vaya el frío. Algo andaba mal, pero no podía darme cuenta qué. De repente lo supe: el sonido del motor de la heladera, todavía funcionando. Frenético busqué el interruptor de la luz de la cocina. Lo prendí y apagué varias veces. Nada. Finalmente lo supe: me había quedado ciego.

Desperté agitado. Busqué el interruptor y encendí la luz, pero no estaba en mi habitación. Caía en un pozo sin fin, con la vista hacia arriba, mientras la luz en el techo de mi cuarto se iba alejando a cada segundo. Poco pasó antes de que quedara fuera del alcance de mi vista.

jueves, 13 de noviembre de 2014

El puchero

Aprovechando que ya cerró la preselección del concurso y no entró, subo este cuento que mandé para participar.

El puchero

La anciana cerró con llave la puerta de calle y caminó hacia la cocina, donde la olla con agua que había dejado antes de salir ya hervía. Sin mucha ceremonia sacó el contenido de la bolsa para compras: tres huesos, un puerro, tres zanahorias, un apio y un nabo se desparramaron por el mármol. Mecánicamente, sin pensarlo, sacó el cuchillo para picar la verdura, pero de repente una sonrisa se escapó entre sus labios y lo volvió a guardar en el cajón. Volcó todo sin cortar dentro del agua, puso la tapa y bajó el fuego.

En el comedor el mate y los bizcochitos de la media tarde aún se encontraban sobre la mesa. Aprovechando que el puchero iba a tardar levantó la merienda y puso el mantel para la cena, el mismo que habían usado durante los últimos treinta y seis años en cada aniversario, regalo de su madre para su casamiento. Su esposo permanecía sentado a la mesa, contemplativo, ajeno. Ella se sentó frente a él como tantas veces lo había hecho y en su compañía dejó pasar el tiempo, esperando a que estuviera listo el puchero.

El aroma fue invadiendo lentamente la cocina, el pasillo y finalmente el comedor. La anciana se levantó, sirvió los platos con pulso tembloroso pero con calma y los llevó a la mesa. Colocó uno frente a su esposo, uno en su lugar y volvió a recorrer el pasillo. Pero esta vez no fue a la cocina, sino que cruzó el jardín, hasta el cuarto de herramientas. Abrió la puerta y tomo un frasco, aferrándolo con ambas manos, y lo llevó consigo de regreso al comedor.

Se sentó nuevamente a la mesa, cruzó una servilleta sobre su falda y volcó la mitad del contenido del frasco en su plato revolviéndolo con el puchero, mientras tomaba la mano de su esposo. La mano estaba inerte, fría, lánguida ante el agarre de su propia mano. Él había muerto un par de horas atrás mientras merendaban, viéndola apurar el que sería el último amargo que tomarían. Pero eso no importaba ahora, ya que la mesa estaba servida y ella, sonriendo con lágrimas en los ojos, comenzó a comer con su mano libre, sin dejar de apretar la de su esposo.

miércoles, 24 de septiembre de 2014

Las historias son como el vino

A veces las historias van cambiando con el tiempo. Un acto más heroico por acá, algún personaje nuevo por allá, una moraleja más profunda. Quienes descubrieron el libro de Cirzad tuvieron la oportunidad de darse de narices contra la pared cuando leyeron, de entre todas, la siguiente fábula:

"El panadero del Sultán, harto de levantarse antes del amanecer, pensó en huir. ¿Pero adonde? ¿Donde encontraría refugio, aunque sea durante un tiempo, hasta salir de la ciudad? Si al menos tuviese riquezas, podría comprar su camino hacia la libertad.

La idea fue creciendo, corroyendo su alma, hasta que finalmente su mente febril encontró una locura que sirvió como respuesta.
Durante mucho tiempo todas las mañanas, al preparar el pan del desayuno del sultán, preparaba también pan para los guardianes del tesoro.

Sabiendo que no podían comerlo en público, pues serían escarmentados, estos entraban junto con él al salón del tesoro. Una vez ahí, el panadero cambiaba unas cuantas monedas de oro por pan viejo que el mismo apelmazaba aún más, para compensar la diferencia de peso.

Con el tiempo, aprovechando las tardes en las que podía salir a recorrer a sus anchas, fue formando una banda, con la que recorría los caminos, trasladando así su riqueza con la excusa de robar a los demás. Para esconder su fortuna, el panadero había convencido a un mago para que encantara una cueva para que su entrada se abriera y cerrara con unas palabras secretas, que solo el y el mago conocían. Así, una vez por semana, los supuestos ladrones iban a esa cueva a depositar sus ganancias.

Cuando la cueva estaba llegando a su plenitud, el panadero consideró que era hora de liberarse de su trabajo al servicio del sultán y, con esa excusa, hizo creer al resto que estaban en peligro de ser capturados, y que debían repartirse el tesoro y dispersarse por los caminos.
Tremenda sorpresa se llevaron cuando vieron que la cueva, en la que habían acumulado tantos tesoros, se encontraba ahora vacía, completamente mermada de oro y joyas.

La banda, sospechando un engaño del panadero, quiso ajusticiarlo, pero el fue más rápido y logró huir al palacio del sultán, del cual nunca más volvió a salir."

Luego de leerlo, decidieron quemarlo. Las historias son como el vino, mejoran con los años.

jueves, 29 de mayo de 2014

El beso maligno

Sus labios rozaron la esfera. Al primer contacto un poco de electricidad, algo de frío, una sensación ajena lo tomaron. Era su primer experimento en la universidad, necesitaba el dinero y había evaluado muchas pruebas antes de decidirse por esta.
Accidentalmente alcanzó con su lengua la esfera, y una descarga marcó los limites. Su primera reacción lo llevo a alejarse, pero el aparato lo siguió. Solo la lengua logró escapar, pero él seguía firmemente atrapado en el beso.
Lentamente la esfera cambiaba, se amoldaba a sus labios, a las grietas en ellos. Empezó a temer, pero no había vuelta atrás.
Pronto todos sus dientes se vieron cubiertos por el metal que se escurría en él, por la parte interna de sus mejillas y bajo su lengua.
Frenético, tomó de los hombros al estudiante y sus ojos suplicaron. "Solo un segundo más" - le contesto - "ya termina." De repente un choque eléctrico atravesó sus dientes, bajó por su maxilar y recorrió todo su cráneo, antes de desmayarse...

... cuando volvió en si la esfera estaba de nuevo en su pedestal, y en los monitores un completo modelo en tres dimensiones de su esqueleto había sido formado. La prueba había sido un éxito.

viernes, 9 de mayo de 2014

Los campos de Seelenlicht

Seelenlicht fue uno de los primeros planetas que se descubrieron en ese sector de la galaxia. No fue algo casual sino que, así como la polilla es atraída a la flama, la curiosidad atrajo los telescopios hacía ese extraño planeta que emitía grandes manchas de luz verdosa.

En un principio se suponía que esas luces eran depósitos de gas que daba un extraño efecto de reflexión a su sol. Con el tiempo los medios de visualización fueron mejorando, y se pudo observar que no se correspondían con ninguna fuente de luz externa y que los grupos poseían patrones organizados, tanto en su estructura como en su evolución, hechos que fomentaban la teoría de una raza inteligente detrás de su creación.

“Los campos”, como empezaron a conocerse, siguieron atrayendo la atención, casi obligando una visita. Cuan grande fue la sorpresa al llegar al descubrir que, lejos de que las conjeturas estuvieran erradas, el planeta se encontraba poblado por una raza de seres organizados en pequeñas tribus. Sin embargo un misterio había sido reemplazado por otro, ya que estas tribus de hábitos nómades eran claramente inteligentes, pero el avance de su sociedad no daba explicación a las luminiscencias que se apreciaban en el planeta.

El primer campo que se alcanzó mostró otra sorpresa: hasta donde alcanzaba la vista se erigían pequeños monolitos que generaban un ligero resplandor verdoso. Estaban organizadas en grandes formaciones rectangulares y se separaban entre ellos formando un impreciso entramado rectangular. Las luces que emanaban eran disímiles, algunas de un tono más oscuro, otras más claro. Algunas brillaban con la intensidad de un faro, otras estaban casi apagadas, dejando ver que estaban formadas por una especie de tubo hueco de cristal que se hundía en la tierra.

En el centro de la distribución se podía apreciar una cueva en la cual habitaba el guardián del campo. En todos podía encontrarse uno, una entidad aislada del resto de su raza, a la cual nunca buscaba. De vez en cuando una de las tribus hacía una visita, pero aunque varios de los miembros se adentraban y se acercaban a algunas de las estacas, ninguno intentaba comunicarse con él.

Su única ocupación durante el día era permanecer en la cueva trabajando el vidrio, un proceso que duraba cientos de días por cada tubo y estaba rodeado por un tinte ceremonial. Nunca empezaba uno nuevo sin haber terminado el anterior, y todo ese tiempo su atención a la tarea era total y su concentración devota. A pesar de esta dedicación una vez terminados no eran utilizados inmediatamente, sino que los acumulaba en una especie de altar que se encontraba al lado de la entrada.

Por la noche, sin embargo, abandonaba su taller y recorría el campo, rozando ligeramente los monolitos con su mano al pasar. Esta actitud también parecía ritual, aunque en este caso su concentración no parecía estar en el contacto sino en seguir todos los días un camino nuevo. Con el tiempo se podía apreciar que los recorridos eran metódicos y buscaban abarcar la totalidad del campo. Su intención era distinguir los tubos más apagados, frente a los cuales el guardián se detenía por un tiempo. En estos casos no solo rozaba las estacas, sino que las tomaba con ambas manos por varios minutos durante los cuales recobraban un poco su fulgor.

Una noche su recorrido lo llevo a un tubo cuya luz era imperceptible, hecho que lo hizo permanecer absorto por un tiempo. Finalmente decidió acercar su mano, pero el monolito no recuperó su brillo y por un segundo un gesto de dolor cruzó su rostro antes de que pudiera desprenderse. Salvando ese primer instante su cara permaneció incólume, sin embargo en el acto interrumpió su recorrido y se dirigió a la cueva. Media hora después salía nuevamente llevando consigo una pala y una gran carretilla y sin ninguna demora avanzó directamente hacía donde había detenido su ronda.

Al llegar se puso los guantes con los que manejaba el vidrio durante el día y retiró la estaca del suelo. La depositó con cuidado dentro de la carretilla y acto seguido comenzó a escavar un rectángulo alrededor del agujero dejado por la misma. En poco tiempo había abierto un pozo de cerca de cincuenta centímetros de profundidad en el cual se hundió, para salir acompañado de un cadáver. Este parecía haber sido enterrado recién ayer, sin ningún síntoma de descomposición, pero se notaba que, para el estándar de su población, se encontraba enjuto. Con cuidado lo depositó también en la carretilla y tomando la estaca la puso entre sus manos sobre el pecho. Al hacerlo se pudo notar que, a la altura de lo que nosotros consideramos nuestro estomago había una herida profunda, con señales de haber sido la causa de su muerte.

El día siguiente el guardián no continuó con su rutina, sino que utilizando el horno cremó el cadáver, depositando el resultado dentro del tubo que trajo y sellándolo con vidrio. Al finalizar se alejó a la parte más oscura de la cueva, que ocultaba una especie de depósito casi lleno a tope con otros cilindros. Buscando un lugar dejó pasar varios hasta que finalmente depositó el recipiente recién sellado en uno de los libres. Luego permaneció de pie contemplando la pared hasta que se hizo de noche.

El tiempo avanzó en esta rutina monótona hasta que un día un individuo solitario llegó al campo. Sin acercarse a ninguno de los monolitos el extraño, que denotaba una gran edad, se dirigió directamente a la cueva. Esto no causó ninguna interrupción en la rutina y tampoco hubo ningún intento de detenerlo cuando se acercó al altar. Balanceó algunas de las estacas entre sus manos hasta que finalmente eligió una y se dirigió al guardián. Este la retiró de sus manos, la contempló un largo rato, y se la devolvió aprobando la elección.

El anciano se retiró llevando el tubo consigo, alejándose apenas unos cientos de metros del campo. Ahí se sentó, lo apoyó sobre su regazo y dejó pasar el día en contemplación. Al empezar a atardecer el guardián se acercó, llevando una olla humeante. Se sentó frente a él y depositó la olla entre medio de ambos. El extraño sacó una especie de vaso de su morral y con calma tomó un trago del brebaje. Media hora después tomó otro, y otro media hora más tarde. Eventualmente el anciano empezó a sentirse cansado y se recostó.

El guardián se acercó y levantándolo le dio de beber un último trago, mientras se aseguraba de que estuviera dormido. Luego lo recostó nuevamente en el suelo boca arriba y se alejó, llevando la cacerola. Minutos más tarde volvió con la carretilla, lo subió a la misma colocando la estaca entre sus manos y lo llevó hasta el campo. Recorrió con él varios sectores hasta encontrar un lugar vacío y comenzó a cavar un pozo.

Media hora después había terminado de excavar. Sacando al anciano de la carretilla con toda gentileza lo depositó dentro del agujero. Luego tomó la estaca y con mucho cuidado recorrió el estómago del anciano con sus dedos milimétricamente hasta encontrar un punto que pareció apropiado. Con delicadeza pero con decisión hundió el tubo hueco en el cuerpo. El anciano se estremeció ligeramente, pero las hierbas calmantes habían cumplido su cometido y no sufrió en demasía. Un poco de sangre brotó lentamente de la herida durante un tiempo, pero finalmente se detuvo y un gas verdoso comenzó a inundar el interior del recipiente.

El guardián sostuvo la estaca mientras se llenaba, con una sonrisa recorriendo su rostro. Con cuidado se levantó de la tumba y comenzó a cubrirlo con la tierra removida. Una vez que terminó se sentó sobre la tumba recién creada, tomó otra vez el monolito entre sus manos y se quedó haciéndole compañía durante el resto de la noche.

Al día siguiente varios nómades vinieron y él los guio hasta el nuevo monolito, frente al cual todos se reunieron en contemplación. Él, mientras tanto, se alejó discretamente y volvió a su cueva, donde retomó su trabajo en la estaca del día anterior.