El sabueso, ávido pero precavido, sigilosamente buscó el hueso que la mano taumaturga había dejado a su alcance.
Sus orejas en alto, esperando la mágica piedra que lo golpease en el lomo, o la rama empuñada por el hábil indio; la historia repetida que lo hacia dudar.
Cuando alcanzó su presa aún se mantenía en guardia: no sería la primera vez que los humanos esperaban a que se confiara para lanzar sobre el su todopoderosa ira. El hueso en su boca, la quijada rígida, lista para soltar y huir.
La tentación en sus labios fue quebrando la suspicacia hasta que finalmente el impulso fue irrefrenable. Agachó el hocico y comenzó a desmenuzar cualquier resto de alimento que aún quedará en la dádiva de los dioses.
Nota al pie: Las palabras son mías, pero el concepto proviene de Colmillo Blanco, de Jack London.