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domingo, 1 de febrero de 2015

Sueño con Ginebra

No recuerdo como cuando o donde, pero en algún punto de mi vida empecé a amar a Ginebra.

Es decir, tuvo que haber ocurrido en algún momento, ¿no? No pude nacer amándola. Tampoco pude desearla antes de haberla visto por primera vez. ¿Cómo podría? Busco y nadie antes que ella pudo dejar grabada en mi memoria una sonrisa, una mirada de asombro, hasta sus enojos. ¡Esos enojos! Su voz se elevaba, sus mejillas enrojecían y su mirada me atravesaba. Esa brillante mirada que siempre estuvo llena de risa para mí, incluso en esos momentos.

Sé que nos conocimos hace ya once años. En realidad ella me conoció a mí un año antes. Mejor me explico. Cuando comencé mi primer trabajo, la empresa tenía un método curioso de “promoción”: el grado de responsabilidad de un puesto era directamente proporcional al piso en que se trabajaba. Cuando entré como pasante pasé el primer año en el subsuelo. El único momento en que veíamos la luz de día era en la hora del almuerzo, que se tomaba en el sexto piso. Este estaba acondicionado como comedor, dedicado exclusivamente a todos los pisos por debajo. Demás está decir que del séptimo piso hacía arriba comían en la terraza.

Como decía, siendo el almuerzo el único momento de luz natural, todos los días subíamos y nos quedábamos el mayor tiempo posible, charlando de cualquier cosa que se nos ocurriera. En muchas ocasiones contaba alguna que otra anécdota que tengo, siempre de manera teatral y con mucho alboroto. Esas anécdotas eran un pequeño divertimento propio y me gustaba adornarlas lo más que podía, siempre tratando de sonar convincente.

Al cabo de un año fui “promovido” al primer piso. Lentamente fui dejando de almorzar con el viejo grupo y reuniéndome con mis nuevos compañeros. Si bien algunos habían sido promovidos conmigo la mayoría eran nuevos para mí, por lo que de vez en cuando aprovechaba para repetir alguna anécdota.

En un par de ocasiones atrapé a Ginebra mirándome fijamente durante la narración, pero había algo extraño en su mirada. No parecía que estuviera enganchada con la historia, ni tampoco que la odiara. Era algo más, pero no lograba entender qué. Cuando pasó por tercera vez no pude contenerme más:

- Che – le dije en un momento que estuvimos a solas – cada vez que cuento una de mis anécdotas me miras con cara rara. ¿Te molestan?

- No, para nada. Pasa que ya escuché todas el año pasado, y me causa gracia como son cada vez más exageradas. También es muy gracioso como las contás, parecen historias de ficción casi.

- ¿Cómo que las escuchaste el año pasado?

- Si, obvio, el comedor no es tan grande, y cuando te metes se te escucha de todos lados.

No imagino la cara que puse, porque ella se largó a reír, a tal punto que sus mejillas enrojecieron y empezaron a caer lágrimas de sus ojos. Cada vez que parecía calmarse yo trataba de decir algo y enseguida empezaba de nuevo. Habremos estado así diez minutos hasta que finalmente pudo contenerse.

Como muchas veces pasa en la vida cambiamos de trabajo y hace más o menos unos tres años que no la he vuelto a ver. Hace poco me enteré que se iba a casar. Fue una de esas sorpresas de las que uno no debería sorprenderse. Es como encontrar a un amigo de la infancia y ver que tiene canas. «Estás igual.», «nos juntamos los chicos», «¡Tanto tiempo!», frases típicas que todos creemos que nunca vamos a usar.

Hace un par de semanas caminando por el microcentro me encontré con Gastón, un ex-compañero de esa empresa. Aprovechando que el día venía tranquilo le ofrecí sentarnos en un café a ponernos al día. Empezamos contándonos nuestras cosas y, como siempre pasa en estas situaciones, pasamos a intercambiar noticias y recuerdos de nuestros ex-compañeros. Como poco tiempo antes yo volví a trabajar con otro ex-compañero, me enteré que estaba comprometido y se lo comenté.

- No es él solo, – me respondió – todos se están casando. El año pasado Martín y Lucas. Fernanda ya lleva dos años, y Ginebra se casa en un par de meses.

Si hubiera sido una mano de truco me hubiera ido al mazo enseguida. De hecho Gastón estaba al tanto de mi interés romántico en Ginebra, y que nunca había tenido el coraje de invitarla a salir. Conociendo su forma de ser estoy seguro que pensó que lo mejor era decírmelo sin vueltas. En ese momento pensé que no se equivocaba, ya que después del golpe inicial y una pequeña charla sobre el tema todo siguió normalmente.

Pero desde entonces la idea está rondando mi cabeza varias veces al día. «¿Y cómo es él?», «¿En qué lugar se enamoró de ti?», «¿De donde es? ». Sin querer me había vuelto una parodia de José Luis Perales. Lo que nos lleva al sueño que tuve hace un rato.

Me despierto en lo que parece ser una cama de hotel. En un ángulo frente a mí veo un televisor, gigante, como de 50 pulgadas o más. Me siento y me doy cuenta que no es solo el televisor, todo parece ser más grande que de costumbre.

Una mujer está sentada en una silla frente a mí. Se acerca y me levanta en brazos. De entrada pienso que es Angelina Jolie (¡tantos niños adoptados!) pero casi enseguida se desvanece la idea. Aparentemente soy un niño, pero la forma en que me trata demuestra algo distinto. Charlamos mientras me va vistiendo, hablamos de política, de trabajo, como dos adultos hablarían normalmente durante el desayuno. Una vez vestido me baja de la cama y voy al baño. Un espejo de cuerpo entero me muestra a alguien parecido a mí, pero diferente. No entiendo que me lleva a esa conclusión, solo me siento diferente. Menos alto. Menos fuerte. Menos.

Voy a la cocina y comenzamos a desayunar, continuando la conversación hasta que la noticia de que Ginebra se casa surge. En ese momento recuerdo la persona que en realidad soy. Vuelvo a tener mi estatura natural, mi fuerza. Sin mediar palabra corro hacia la puerta de calle.

Al salir me encuentro en una villa cercana al mar, en una isla poblada. Corro hacia los muelles buscando quien quiera sacarme de la isla, pero nadie está dispuesto. Huyo, desesperado, hacia el centro de la isla, hacia los bosques, donde me pierdo. Mi ropa se enreda, se rompe hasta que quedo nuevamente desnudo, pequeño, débil. Caigo sentado a la sombra de un gran árbol y me pongo a llorar. Nadie puede o quiere escucharme por lo que hago más grande el berrinche. Insisto hasta que el aire se siente como fuego saliendo de mis pulmones, mi garganta se empieza a cerrar y ya no tengo lágrimas para llorar.

De repente me encuentro sentado en el medio de lo que parece ser un salón de recepciones. Una mujer, a la que reconozco como la madre de Ginebra, me levanta en brazos y me reta mientras me lleva en andas:

- ¿Cómo podés estar así, mal vestido? Tenés que estar presentable, es la boda de mi hija. Vamos a que te arregle un poco.

Me sienta y a mi lado está Ginebra. Su madre se olvida de mí y se arrodilla frente a ella para ajustarle parte del vestido. Me miro al espejo y veo que estoy vestido con un smoking para chico, con volados en donde van los botones. Me siento avergonzado, ridiculizado, envuelto en un disfraz sin sentido.

Ginebra me sube en sus rodillas y me pregunta por qué me pongo así. Sollozando le cuento todo lo que tuve que hacer para llegar. Ella me consuela, me abraza y me susurra al oído:

- Pero ya está todo bien, llegaste.

Esas palabras me transforman. Siento que crezco más allá de lo que soy, más firme, más fuerte. Con un tono de voz que nunca había me oído le respondo:

- Pero no llegué a tiempo.

Ella se aparta de mí, espantada. La miro a los ojos, me pierdo en ellos. Charlamos durante un rato. No estoy seguro de que me dice o como le contesto, hasta que en un momento escucho “Voy a cancelarlo.” Sale y yo quedo esperando en la silla donde antes estaba sentada.

No lo puedo creer. Tanto tiempo perdido, tantas ansias escondidas, tanto sinsentido y desilusión, y una pequeña charla resuelve todo. Me siento eufórico. Me veo en el espejo y no soy el niño que hacía berrinches ni la persona que salió corriendo de su casa. Por primera vez veo un hombre, firme, decidido. Y me gusta lo que veo.

Ginebra vuelve tomando de la mano a su novio. Nos presenta y acercándose a mi rostro me mira fijamente a los ojos:

- Ya está hecho. Está cancelado – y con un golpe mortal completa la frase – el narrador en la boda, ya que estoy segura que te gustaría hacerlo vos.


Y con ese clásico paso de comedia desperté, riendo de rabia…

viernes, 2 de enero de 2015

Desperté agitado

Había sido una pesadilla extraña, bizarra. Caía en un pozo sin fin, con la vista hacía el cielo, que se iba achicando a cada segundo. Poco pasó antes de que la boca del pozo quedara fuera del alcance de mi vista. Solo sabía que seguía cayendo gracias a la corriente de aire que pasaba a mi lado. Pronto esa sensación se desvaneció, o quizás me había acostumbrado a ella, y ya no sabía si caía o no. Finalmente lo supe: había quedado suspendido en el vacío por siempre.

Desperté agitado. Tanteando en la oscuridad encontré el interruptor de la luz. Click. Nada. Seguramente hubo otro corte, desde que empezó el verano hay cortes todos los días. Tanteando las paredes logré encontrar el camino a la cocina. Pensé que un buen vaso de leche me calmaría y volvería a dormir. Abrí rápido y saqué la leche para que no se vaya el frío. Algo andaba mal, pero no podía darme cuenta qué. De repente lo supe: el sonido del motor de la heladera, todavía funcionando. Frenético busqué el interruptor de la luz de la cocina. Lo prendí y apagué varias veces. Nada. Finalmente lo supe: me había quedado ciego.

Desperté agitado. Busqué el interruptor y encendí la luz, pero no estaba en mi habitación. Caía en un pozo sin fin, con la vista hacia arriba, mientras la luz en el techo de mi cuarto se iba alejando a cada segundo. Poco pasó antes de que quedara fuera del alcance de mi vista.

lunes, 2 de septiembre de 2013

Un parque de atracciones flotante en la época de la gran depresión

La depresión agitaba al país. Una solución era necesaria, más aún, un sueño. Y una persona soñó. Soñó construir un paraíso, un refugio para las mentes agobiadas y los niños tristes. Soñó con un parque de atracciones. Pero no cualquier parque. Sería enorme, eterno, el anhelo de cualquier niño y el solaz de cualquier desempleado. Si es que quedaría alguno, pues para construirlo sería necesario emplear cada hombre capaz de sostener un martillo, aserrar una tabla, mezclar cemento o conducir un camión.

Sin embargo para lograrlo no debía ser un sueño solo para él, debía ser un sueño para todo americano. ¿Como conseguiría alcanzar sus corazones, sus almas, e inyectarlas con sus esperanzas? El parque debía ser mágico, ajeno a este mundo.

- "¿Ajeno a este mundo?" - se dijo - "¡Claro! ¡Esa es la respuesta!".

Y su mente empezó a diseñarlo, a definir sus atracciones y su distribución, a sentar las bases en las que se apoyaría. Su mente de ingeniero le dijo que 1000 zepelines serían suficientes, al menos para empezar...